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El Principito y las paradojas del mundo moderno.

"Dibújame un cordero", dijo el niño, y sin saberlo, dibujó también nuestras contradicciones."


Han pasado más de ochenta años desde que Antoine de Saint-Exupéry imaginó a un pequeño viajero de cabellos dorados que venía de un planeta apenas más grande que una casa. Su historia, aparentemente infantil, ha sido leída por generaciones con el corazón abierto y los ojos entrecerrados, como quien sabe que está frente a un misterio. Pero El Principito no es solo una fábula poética: es una brújula filosófica, una lente que revela a través de paradojas dulces y dolorosas la profunda fragilidad de los adultos.

Y si ese niño viniera hoy… si volviera a caminar entre nosotros, ¿qué vería? ¿Qué le responderíamos? Este es un intento de dialogar con él, de escucharlo de nuevo, de dejar que nos cuestione con su manera suave y directa, como quien no sabe que acaba de tocar el alma.


El Principito y las paradojas
El Principito y las paradojas
El Rey sin reino

—¿Y tú qué haces? —preguntó el Principito al gobernante.

—Gobierno todo —dijo el rey, sentado sobre una montaña de decretos.

—¿A quién gobiernas?

—A todos los que me obedecen.

—¿Y si no te obedecen?

—Entonces cambio la ley.


El rey del primer planeta que visita el Principito sigue existiendo. Se sienta hoy en oficinas blindadas, en palacios digitales, en sillones de cuero que giran sobre ejes invisibles de poder. Gobierna datos, cifras, simulaciones. Pero no toca a su pueblo, no escucha su hambre ni sus silencios. Ordena atardeceres para fingir que controla algo.

El Principito frunciría el ceño.


¿De qué sirve mandar si nadie siente que eres justo?

Hoy, la autoridad se confunde con espectáculo. La obediencia no nace del respeto, sino del miedo o del algoritmo. Y los líderes, como aquel rey, prefieren rodearse de espejos que les devuelvan su imagen.

El vanidoso en las redes

—Admírame, por favor —suplicaba el vanidoso, sonriendo sin razón.

—¿Por qué?

—Porque soy el más bello, el mejor vestido, el más comentado.

—¿Y si no hay nadie para verte?

—Entonces... no existo.


Hoy el vanidoso tiene millones de seguidores, pero vive solo. Su espejo es una pantalla y su autoestima depende de pulsos electrónicos. Todo se mide: aplausos digitales, corazones, vistas, tendencias. Pero todo es efímero. El vanidoso del siglo XXI vive para ser visto y olvida cómo se mira a sí mismo.

El Principito se acercaría, bajaría el teléfono de su rostro y le diría:

¿Sabes quién eres cuando nadie te observa?

Silencio. Porque hoy, muchos no sabrían qué responder.

El bebedor que olvida que bebe

—¿Por qué bebes? —le preguntó el Principito.

—Para olvidar que bebo —respondió el hombre.


Esta paradoja, tan absurda, es sin embargo una radiografía del dolor contemporáneo. Hoy se bebe, se fuma, se consume, se trabaja, se huye… para olvidar que se está huyendo. Las adicciones han mutado: ya no son solo químicas, también son digitales, emocionales, productivas.

¿Y si en vez de olvidar, recordaras por qué empezó todo? diría el niño.

Pero el bebedor no escucha. Porque también nosotros preferimos evadirnos que mirar hacia adentro.

El hombre de negocios que cuenta lo que no entiende

—Yo poseo las estrellas —decía, anotando cifras en una libreta.

—¿Y qué haces con ellas?

—Las cuento. Las administro. Son mías.


Hoy ese hombre tiene otro nombre: especulador, acumulador, magnate. Compra tierras que nunca pisará, invierte en agua sin haberla probado, posee datos de millones sin haber mirado un solo rostro.


No puedes poseer algo que no amas susurraría el Principito.

Pero en esta economía, el amor no cotiza.

El farolero que ya no duerme

—¡Buenas noches! —encendía el farol.

Un minuto después, lo apagaba.

—¡Buenos días!


Vivía atrapado en la orden de encender y apagar. Su planeta giraba tan rápido que no tenía tiempo de descansar. Hoy, el farolero vive en nosotros. En quienes no pueden desconectar, en quienes revisan correos a medianoche, en quienes trabajan mientras sueñan con trabajar menos.


¿Y cuándo vives? preguntaría el Principito.

Pero nadie tendría tiempo para responder.

El geógrafo que no viaja

—Yo registro montañas, mares, ríos… pero no los veo.

—¿Y por qué no los exploras?

—Eso es tarea de otros. Yo los clasifico.


Hoy el geógrafo escribe artículos, da conferencias, aparece en documentales. Sabe de todo, pero no ha sentido la humedad de una selva, ni el olor de un puerto. Su saber es estéril.

No es lo mismo saber que conocer le diría el Principito.

Y tal vez, por primera vez, el geógrafo se atrevería a caminar.

El zorro y el arte de esperar

—Si quieres un amigo, debes domesticarme.

—¿Qué significa eso?

—Significa crear lazos.


Hoy, pocos tienen tiempo para domesticar. Las amistades se deslizan, se intercambian, se olvidan. Las relaciones humanas están mediadas por pantallas que acortan distancias pero alargan vacíos.

Yo estaré contigo a las cuatro. Pero desde las tres comenzaré a ser feliz.

Esa espera es impensable hoy. Todo debe ser inmediato. Y sin embargo, solo quien espera ama de verdad. El zorro sigue enseñando, aunque pocos se sienten ya bajo su árbol.

La rosa imperfecta

La rosa del Principito era vanidosa, caprichosa, frágil. Pero era su rosa. Porque la había regado, escuchado, protegido del viento. Amar no era encontrar la flor perfecta, sino cuidar la que se ha elegido.

Hoy buscamos amores sin espinas. Deseamos rosas sin pétalos marchitos. Pero no queremos regarlas. Y cuando descubrimos que todas tienen defectos, cambiamos de jardín.

Es el tiempo que perdiste por tu rosa lo que la hace importante —dice el Principito.

Pero olvidamos perder tiempo. Y sin perder tiempo, no se gana nada.

El aviador que desaprende

Los adultos nunca entienden nada por sí solos, y es cansador para los niños tener que explicarles todo.

El narrador de El Principito aprende a ver con los ojos del niño. A dibujar elefantes dentro de boas. A preguntar, a escuchar. A recordar que un desierto puede esconder un pozo, y que una caja puede guardar un cordero invisible.

El mayor acto de sabiduría adulta es recuperar la inocencia. No la ingenuidad, sino la capacidad de asombro, de pregunta, de silencio. Hoy, los adultos están llenos de respuestas. Pero vacíos de sentido.

El Principito volvería a nuestras oficinas, a nuestras aulas, a nuestros debates… y preguntaría:

¿Dónde están los niños que fueron?

El regreso del Principito

Imaginemos que regresa. Que baja por una escalera de luz. Que se sienta a nuestro lado en el metro, o se conecta a una videollamada sin decir nada. Que camina por una ciudad de neón y cemento, con la bufanda al viento.

Vería adultos corriendo sin rumbo, niños atrapados en dispositivos, parejas que no se hablan. Vería estrellas que nadie mira, rosas desechables, faroles apagados.

Nos miraría con dulzura. No juzgaría. Solo preguntaría.


—¿Dónde está su planeta?

—¿Y tu rosa?

—¿Y el zorro?


Y al no obtener respuesta, tal vez volvería a su asteroide. O tal vez no. Tal vez decidiría quedarse un poco más, para enseñarnos otra vez a mirar con el corazón.

Nuestra oportunidad

El Principito y las paradojas del mundo moderno. El Principito no necesita reinterpretarse. Solo necesita ser releído con honestidad. En cada paradoja hay una advertencia y una esperanza. Si somos capaces de reconocer que nos hemos convertido en esos adultos ridículos que él describía, también podemos intentar cambiar.

Podemos gobernar con justicia, mirar más allá del reflejo, romper círculos de autodestrucción, poseer solo lo que amamos, trabajar con propósito, aprender con los pies, esperar con alegría, amar con imperfección, y, sobre todo… recordar.

Recordar que un día fuimos niños. Y que aún podemos serlo.

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rulfop
May 02
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bello

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