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Delfines bajo contrato: el turismo que Cuba le impone al mar.

Cuba ha decidido volver a sumergirse en una de sus estrategias más llamativas: el turismo médico asistido por delfines. Bajo el brillo azul de las aguas de Cayo Guillermo, y envuelto en el lenguaje publicitario del bienestar emocional, el gobierno cubano ha relanzado un programa que convierte a los delfines en terapeutas acuáticos y a los resort en clínicas de lujo para extranjeros. La noticia, a primera vista inofensiva o incluso alentadora, es en realidad la punta visible de una profunda crisis moral, política y económica. Un reflejo claro de cómo el régimen cubano sigue utilizando todo recurso posible animal, natural, humano para aparentar que flota mientras se hunde en sus propias contradicciones.


El disfraz del bienestar
Delfines bajo contrato: el turismo que Cuba le impone al mar.
Delfines bajo contrato: el turismo que Cuba le impone al mar.

La terapia asistida por delfines no es nueva. Desde hace décadas se ha debatido su efectividad en tratamientos de estrés, autismo, depresión o parálisis cerebral. En países como Estados Unidos, México o Israel, estas prácticas existen bajo rigurosos protocolos éticos, científicos y ambientales. En Cuba, sin embargo, esta modalidad terapéutica no es ni una innovación ni un experimento médico altruista: es una estrategia de supervivencia económica. No está orientada al cubano, que no puede acceder a esos centros; ni responde a una política de salud pública; ni parte de un consenso profesional interno. Es un show, cuidadosamente producido, para atraer divisas. Y como tal, funciona solo para quien paga en dólares o euros.

Bajo el argumento del turismo de salud, se promueve una experiencia mística: sumergirse en aguas cálidas, tocado por la naturaleza, guiado por un delfín, sanado por el Caribe. Pero detrás de esa postal se esconde una práctica profundamente elitista, desconectada de la realidad sanitaria nacional, donde los hospitales carecen de agua corriente, los médicos emigran por desesperación y las farmacias están vacías.


El animal como recurso

Delfines bajo contrato. Los delfines, criaturas inteligentes, sociales y sensibles, han sido convertidos en herramientas de producción. No por elección propia, claro, ni por alguna necesidad ecológica. Son entrenados para interactuar con seres humanos en un entorno que no es natural, en sesiones repetitivas, programadas, monetizadas. En otras palabras, son empleados estatales con horario fijo y salario simbólico.

Este no es un asunto menor. Mientras en el mundo avanza el debate sobre los derechos animales y la ética del cautiverio, Cuba da un paso atrás y utiliza a los delfines como escaparate de un país que ya no puede ocultar su fracaso. El gobierno no solo explota a los ciudadanos, sino que ahora incluye a las especies marinas en su maquinaria propagandística. Todo sirve para mostrar al mundo una Cuba que “renace”, mientras dentro del país todo se deteriora.


Hipocresía institucional

Lo más alarmante no es la existencia de terapias con delfines, sino la falta de coherencia entre lo que el gobierno proclama y lo que en realidad ocurre. En los medios estatales, se habla de ética, de conservación, de responsabilidad social. Pero mientras se presume de conciencia ecológica, los animales marinos son forzados a trabajar para sostener un sistema que no se sostiene solo. Mientras se alardea de solidaridad y humanismo, se niega el acceso a estas terapias a la población cubana, incluso a quienes realmente las necesitarían.

A esto se suma el hecho de que no hay transparencia alguna en el manejo de estos programas. No se conocen los ingresos reales, ni los acuerdos comerciales con empresas extranjeras, ni cómo se utilizan los fondos generados. El pueblo cubano, dueño legítimo de los recursos naturales del país, no ha sido consultado ni informado, y mucho menos beneficiado. La gestión de estos servicios turísticos de lujo se mantiene bajo la misma lógica de siempre: centralizada, opaca, y al margen de toda participación popular.


Educación turística sin pertenencia

Uno de los mayores fracasos del modelo cubano actual es su incapacidad para formar profesionales del turismo con verdadero sentido de pertenencia. La mayoría de los trabajadores del sector no sienten orgullo ni motivación; sobreviven dentro del engranaje, repitiendo consignas y atendiendo a clientes extranjeros con sonrisa mecánica, mientras sueñan con emigrar.

¿Cómo esperar excelencia turística en un país donde el guía turístico tiene que llevar su propio papel higiénico, el chef no consigue aceite, y el jardinero está esperando una carta de invitación para irse a España? ¿Cómo hablar de “hospitalidad cubana” cuando se trata de una cortesía fingida, orquestada por el Estado para extraer divisas, sin que exista un verdadero proyecto de país que incluya y valore al ciudadano común?

El turismo no se improvisa. No se construye solo con playas, hoteles y delfines sonrientes. Se necesita formación, libertad, emprendimiento, sentido de proyecto, espacio para la innovación y la crítica. Todo lo que en Cuba, sistemáticamente, se reprime.


Recursos sin consentimiento

La isla es un laboratorio de supervivencia, y el gobierno ha aprendido a ordeñar cada gota de lo que todavía brilla: la música, los paisajes, los médicos, los deportistas, los científicos, y ahora los delfines. Lo hace sin pedir permiso, sin dar explicaciones, sin preocuparse por las consecuencias a largo plazo. Como si la isla entera fuera un catálogo de servicios exóticos para consumo externo.

El mar no votó por el Partido Comunista. Los delfines no firmaron ningún acuerdo. El pueblo no autorizó la entrega de su biodiversidad como moneda de cambio diplomática. Y sin embargo, todo se utiliza. Todo se desgasta. Todo se empaca como mercancía simbólica para mostrar al mundo una resistencia que no es tal, sino una continua simulación de prosperidad en medio de la decadencia.


La imagen que se hunde

Afuera, la prensa extranjera repite la historia oficial: Cuba innova, Cuba se adapta, Cuba resiste. Pero quien conoce la realidad desde dentro sabe que no se trata de resiliencia, sino de cinismo. No hay nada romántico en convertir animales en fuentes de ingreso. No hay nada revolucionario en priorizar el bienestar del turista mientras se niega al cubano la posibilidad de sanar. No hay ningún heroísmo en convertir el dolor nacional en un espectáculo marino.

El relanzamiento de estas terapias no es una muestra de progreso, sino un reflejo de desesperación. Es el último recurso de un modelo que no encuentra salidas económicas más que en la instrumentalización absoluta de todo lo que respira, se mueve o flota.


¿Y el futuro?

Mientras se siga administrando el país como una finca privada del poder, ningún programa turístico podrá ser realmente sostenible o ético. La verdadera riqueza de Cuba no está en sus delfines ni en sus playas: está en su gente. Pero esa riqueza ha sido marginada, silenciada, dispersa.

Solo cuando haya un turismo basado en la libertad, en la formación crítica, en el respeto por todos los seres vivos y en la verdadera inclusión del pueblo cubano, se podrá hablar de futuro. Hasta entonces, lo que vemos en Cayo Guillermo no es turismo médico, ni terapia, ni bienestar. Es otra postal artificial de un sistema que no tiene nada más que ofrecer… salvo la sonrisa forzada de un delfín cautivo.


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