“En el balance de la vida: mi abuelo, Don Quijote y yo”
- rulfop
- Apr 27
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Updated: Apr 29
Cada tarde, cuando el sol comenzaba a rendirse tras los techos, mi abuelo español encendía su tabaco en el corredor de nuestra casa. No había prisa. Se acomodaba en el balance, ese viejo balance de madera que crujía como un barco anclado en tierra firme, y con un gesto tranquilo, casi ceremonial, llenaba de humo dulce el aire tibio de la tarde.
Yo me sentaba junto a él, también en el balance, y juntos nos mecíamos en un ritmo antiguo, como si la casa, el jardín y el mundo entero respiraran al compás de nuestros cuerpos. El humo, lejos de ser molesto, nos envolvía en una tibieza paterna. Olía a hogar, a paciencia, a historias que no terminaban nunca.
En el balance de la vida. A veces hablábamos poco. A veces no hablábamos nada. El rumor del agua en la fuente del jardín afinaba el silencio, y los primeros cocuyos comenzaban a encenderse como pequeñas farolas vivas frente a la casa. Entonces, mi abuelo, con la voz baja, como quien comparte un secreto, empezaba a contarme historias.
Eran cuentos sencillos, de niños malos que aprendían a ser buenos, de hombres toscos que encontraban la nobleza en algún rincón olvidado de su alma. Historias donde siempre, detrás de cada palabra, parecía esconderse un mensaje más grande, algo que yo apenas alcanzaba a entender del todo, pero que mi corazón ya empezaba a abrazar.
Una noche, mientras la luna asomaba, enorme y callada, justo delante de nosotros, mi abuelo me habló de un hombre extraño, de un caballero flaco y testarudo que salía al mundo a pelear contra gigantes que en realidad eran molinos de viento.
—Ese era Don Quijote —me dijo—.
—¿Estaba loco, abuelo? —pregunté, balanceándome más fuerte.
—No, hijo. O tal vez sí. Pero hay locuras que valen más que todas las razones juntas.
Desde entonces, Don Quijote se instaló en mis tardes de balance, junto al olor del tabaco y el canto de la fuente. No era un personaje de un libro. Era un compañero invisible, un amigo que caminaba despacio por el corredor de casa, montado en un rocín invisible, saludándonos con una reverencia cada vez que la brisa movía las hojas del jardín.
Mi abuelo hablaba de Don Quijote como si hablara de sí mismo, sin decirlo. Hablaba de la dignidad de seguir soñando, aunque el mundo entero se riera. De la valentía de creer en lo bueno aun cuando todo pareciera oscuro. De la necesidad de andar por la vida con el corazón por delante, aunque eso nos hiciera vulnerables.
Cada noche, mientras nos mecíamos, yo sentía que el balance era una nave y que nosotros navegábamos por un océano de historias, guiados por estrellas que apenas podían verse, pero que siempre estaban allí.
A veces, cuando la noche caía más profunda, los cocuyos parecían multiplicarse y la luna subía alta, tan alta que parecía velar nuestro viaje de soñadores silenciosos.
Los cuentos de mi abuelo no tenían finales rotundos. No eran historias cerradas. Eran semillas. Pequeñas semillas que caían en mi alma y que, con los años, germinarían en forma de recuerdos, de valores, de ese amor tierno por todo lo que es noble y frágil en el mundo.
Don Quijote no me enseñó a ganar. Me enseñó a caminar. A andar con la frente alta, aunque los demás solo vieran molinos. A saber, que a veces la única victoria es no traicionar lo que uno cree.
Y fue mi abuelo quien me enseñó a amar a Don Quijote. No desde los libros, sino desde el balance, desde el aroma del tabaco, desde la luz titilante de los cocuyos y el murmullo incansable de la fuente.
Hoy, cuando cierro los ojos, puedo volver allí. Siento el crujido suave del balance, veo el humo dibujando espirales en el aire, escucho el agua y los grillos, y a mi lado, la sombra firme de un hombre que me hablaba de caballeros andantes sin haber montado jamás un caballo.
Mi abuelo era un Quijote, aunque nunca lo dijera.
Y yo, su pequeño escudero, aprendí a cabalgar la vida, sabiendo que no hay batalla más hermosa que la de defender la bondad en un mundo que ya no cree en ella.
Porque, como él mismo me susurró una noche mientras la luna nacía:
—Hijo, más vale ser un loco con sueños que un cuerdo sin alma.
Y yo supe entonces que seríamos locos para siempre.
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