Sandro Castro no es solo un apellido con peso histórico en Cuba.
- rulfop
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Updated: 6 hours ago
Es el reflejo grotesco del privilegio heredado, el símbolo más burdo de la desconexión entre la élite revolucionaria y el pueblo hundido en apagones, colas y desesperanza. Nieto de Fidel Castro, ha decidido no solo vivir como rey, sino hacer de esa vida una exhibición impúdica frente a los millones que no tienen ni pan ni luz. En sus redes sociales desfila un circo de arrogancia. En una de sus “hazañas”, se filma manejando una Mercedes-Benz a más de 140 km/h en las carreteras de Cuba, sonriendo y diciendo: “Nosotros somos sencillos, pero de vez en cuando hay que sacar los jugueticos que están en casa”. Mientras lo dice, el país se cae a pedazos y los ciudadanos caminan kilómetros a pie para conseguir un poco de arroz. Pero sus payasadas no terminan ahí. En diciembre de 2024, en pleno apagón nacional, mientras las familias hervían agua con velas y se arrastraban en busca de comida, Sandro celebraba su cumpleaños a todo lujo en su bar exclusivo del Vedado: luces, música, bebidas importadas y un despliegue de opulencia ofensivo. La fiesta privada fue su forma de burlarse del hambre ajena. Y luego están sus bromas cínicas. En un video reciente, vestido con una camiseta con la cara de su abuelo Fidel, se mofa de los apagones en Europa: “Me voy pa’ mi rancho, hay muchos apagones allá, y a nosotros nos gusta la oscuridad”, dice, riéndose de su propia impunidad. No es solo un acto de mal gusto; es un golpe directo a la dignidad del pueblo cubano, convertido en objeto de burla por quien debería sentir algo de vergüenza histórica.
El bar EFE, que maneja en La Habana, es otro bastión de exclusividad. Se trata de un espacio para los “elegidos”, decorado con pretensiones de lujo y frecuentado por los hijos del poder. Allí se fuma caro, se bebe aún más caro y se baila con desprecio por el país real que vive bajo racionamiento. Todo esto mientras el gobierno reprime a artistas, encarcela a activistas y silencia a cualquiera que ose denunciar la desigualdad. Sandro representa todo lo que el discurso revolucionario prometió eliminar: el abuso del poder, el desprecio por el pueblo, el enriquecimiento ilícito y la impunidad. Sin embargo, ningún medio oficial lo cuestiona. Ninguna autoridad lo reprende. Porque en Cuba, cuando tu sangre es la del clan gobernante, puedes hacer el ridículo, ser un payaso, y aún así estar por encima de las leyes. Los cubanos, mientras tanto, observan. En las calles, en las colas, en la oscuridad de cada apagón, murmuran con resignación. “Ese se ríe de nosotros”, dice una mujer en Centro Habana. “Con lo que cuesta una de sus botellas, comemos un mes entero”, comenta un joven con resignación. El odio se cocina a fuego lento, mientras la burla sigue en vivo.
Sandro no es solo un tonto. Es un síntoma. Es la consecuencia de una dictadura envejecida que se alimenta de sí misma, que ha perdido toda coherencia entre lo que predica y lo que permite. El nieto de Fidel Castro es un influencer de lo absurdo, un niño rico que se cree gracioso mientras la historia se le pudre en las manos. Y aún así, baila. Ríe. Viste camisetas con el rostro del abuelo como si fuera una marca de ropa, como si no cargara con décadas de dolor detrás. El revolucionario convertido en meme. El símbolo de la igualdad, convertido en un DJ de la desigualdad más obscena. Cuba está rota. Pero su élite sigue entera, blindada en fincas privadas, autos alemanes y champán francés. Mientras el pueblo vive con 20 dólares al mes, Sandro Castro viaja, celebra, se burla. Y lo peor es que ni siquiera lo hace con elegancia: lo hace con torpeza, con ridiculez, como un bufón rodeado de pobres que no pueden ni reírse.
Muchos se preguntan por qué el régimen no lo frena. La respuesta es simple: Sandro representa el triunfo de la narrativa oficial sobre la realidad. Mientras su abuelo era símbolo de sacrificio y resistencia, él es la caricatura viva de todo lo que esa narrativa pretendía destruir. Y sin embargo, es intocable. Porque representa la continuidad, la sangre, la marca de familia. En un país sin dinastías oficiales, el apellido Castro funciona como una corona. El culto a la personalidad en Cuba siempre ha sido un arma de doble filo. Lo fue con Fidel, lo fue con Raúl, y ahora se transfiere por genética a quienes no han construido nada. Sandro no ha luchado, no ha estudiado, no ha gestionado nada útil para el país. Y sin embargo, vive como si Cuba le debiera algo. Su mayor logro ha sido exhibirse. Su legado: un rastro de indignación digital. Lo más alarmante es que muchas de sus payasadas se producen en medio de crisis humanitarias. En 2023, mientras miles de cubanos eran deportados desde Centroamérica, y otros tantos morían intentando cruzar fronteras, Sandro publicaba fotos en yates, fiestas en islas cerradas al público y chistes sobre el clima. Su burla se volvió una forma de desinformación. Una forma de propaganda cruel que encubre la tragedia con brillo.
Cuba, que en algún momento fue ejemplo de dignidad, ha quedado convertida en un teatro. Y en ese escenario, el nieto de Fidel actúa sin pudor. Ríe mientras otros lloran. Presume mientras otros esconden su pobreza. Sandro no necesita talento: le basta con tener sangre azul del Partido. Pero lo que no tiene y nunca tendrá es el respeto de un pueblo. En los barrios, los jóvenes lo imitan para burlarse. En las redes, lo insultan para desahogarse. Y en los noticieros, no existe. El silencio mediático que rodea a Sandro es parte de su blindaje. La prensa estatal no menciona sus excesos, no analiza sus frases, no contextualiza sus escándalos. Eso, en Cuba, equivale a protección absoluta. Fuera de la isla, su imagen no mejora. Las comunidades exiliadas lo consideran una provocación. En Miami, en Madrid, en México, cada aparición suya sirve como argumento para mostrar la podredumbre de la élite cubana. No hay debate serio sobre Cuba en el que no se mencione su nombre como ejemplo de degeneración política y moral.
A pesar de todo, Sandro Castro sigue. No se detiene. No pide perdón. No entiende el peso de su apellido. Y quizás ahí esté la clave: es demasiado joven para comprender lo que arrastra. Y demasiado protegido como para que le importe. Pero algún día y la historia lo demuestra ese escudo cae. Las cámaras se apagan. Las fiestas se terminan. Y lo único que queda es la memoria de un país que sufrió, mientras un tonto jugaba a ser rey. Cuba no olvidará. Porque su dolor no se mide en likes ni en relojes de oro. Se mide en apagones, en hambre, en lágrimas de pueblo. El fenómeno Sandro Castro es también un retrato del fracaso educativo de la revolución. Un sistema que formó médicos brillantes y técnicos excepcionales, pero que no logró transmitir valores a sus propios herederos. Mientras cientos de profesionales emigran por falta de oportunidades, los nietos del poder heredan empresas, propiedades y discotecas. Durante décadas, el pueblo cubano fue instruido en el culto al sacrificio. Se le pidió aguantar, resistir, renunciar. Se le vendió la idea de que el lujo era sinónimo de corrupción y decadencia. Pero hoy, los hijos de la revolución beben whisky caro y visten marcas europeas mientras repiten el discurso de la austeridad desde sus mansiones climatizadas.
Nada de lo que hace Sandro es casual. Cada publicación es una demostración de poder, un recordatorio de que hay cubanos que están por encima del resto. El problema no es solo él: es todo un aparato que lo protege, lo promueve y lo celebra en privado. Porque aunque el régimen no lo exhibe en televisión, sí lo invita a los círculos del poder. Hay imágenes que resumen una era. La suya es esa: una piscina azul en medio del apagón. Un trago caro mientras se apaga una incubadora. Un gesto obsceno en una nación colapsada. Es el símbolo de una élite que vive como si el país no existiera. La historia no perdona a los bufones del poder. Tarde o temprano, sus nombres quedan marcados no por lo que construyeron, sino por lo que arruinaron. Sandro Castro será recordado no por sus logros, sino por su indiferencia. Por su risa en tiempos de dolor. Por su desprecio elevado a contenido viral.
Y mientras Cuba busca una salida, un cambio, una esperanza, hay quienes siguen danzando en la cubierta del Titanic. Sandro es uno de ellos. Y cada paso suyo sobre el mármol de sus bares resuena como una burla más al mármol de las tumbas donde ya descansan los sueños de generaciones enteras. El pueblo lo ve. El mundo lo observa. Y la historia lo anotará. Porque ningún nieto, por muy Castro que sea, puede apagar la memoria de un pueblo entero. Y cuando ese pueblo hable, quizás la fiesta se termine. Y ya no haya luces que lo salven del juicio que importa: el de su propia nación. Sandro Castro ha sido durante años el reflejo deformado de una revolución que se devoró a sí misma. Su figura provoca indignación, pero también revela el vacío ideológico que ha dejado el castrismo en sus generaciones futuras. Él no es un error aislado: es la consecuencia lógica de un sistema que premia la lealtad con privilegios hereditarios.
En los días que vendrán, cuando Cuba decida mirarse al espejo, tendrá que asumir que permitió que la imagen del nieto de Fidel se convirtiera en una afrenta diaria. Y también deberá responder a las preguntas que su figura deja flotando en el aire: ¿Cómo es posible que alguien tan vacío represente tanto poder? ¿Por qué se tolera el insulto a los pobres desde la terraza de un bar? ¿Por qué un joven sin mérito es más poderoso que un maestro, un médico, un campesino? Sandro ríe. Pero su risa es hueca. Es la risa de quien nunca ha necesitado ganarse nada. Es la risa de quien ha nacido con la seguridad de que nunca enfrentará consecuencias. Y es precisamente esa seguridad la que lo hace peligroso: porque ha aprendido que puede humillar, y aún así ser celebrado. Porque sabe que puede burlarse, y aún así ser intocable.
Pero Cuba está cambiando. Lentamente, con dolor, con miedo, con rabia. Y cuando el país despierte del largo sueño de la obediencia, quizás descubra que los peores enemigos no estaban en el extranjero, sino en la piscina iluminada de una finca privada. Entonces, tal vez, se apague la música. Y comience, por fin, la historia de la justicia. Entonces, Sandro dejará de ser viral. Y pasará a ser lo que siempre fue: el eco decadente de un poder que ya no convence a nadie. El pueblo cubano ha aprendido a leer entre líneas. Y detrás de cada sonrisa forzada de Sandro Castro, de cada gesto teatral, reconocen la impostura. Saben que no hay profundidad en sus palabras, ni coherencia en sus acciones. Y aunque no lo puedan decir abiertamente, lo repiten en la intimidad de sus casas, en los susurros de las colas, en las bromas que circulan por los grupos de WhatsApp: “El nieto de Fidel es un chiste, pero de mal gusto”.
Los niños crecen oyendo discursos de sacrificio, mientras ven a los hijos del poder vivir como artistas de Hollywood. Los jóvenes emigran porque saben que jamás tendrán acceso al país paralelo donde vive la élite. Los viejos murmuran que esto no era lo que prometieron. Y todos, en algún punto, sienten la vergüenza de ver cómo el apellido más simbólico de la nación se ha convertido en sinónimo de vulgaridad. Cada carcajada de Sandro en redes sociales es una herida abierta. Cada botella de ron importado, un insulto. Cada fiesta, una provocación. Pero cada una de esas imágenes también es un documento histórico. Son pruebas de cómo el poder absoluto corrompe no solo a quien lo ostenta, sino también a quienes lo permiten. Por eso este texto no es solo una crítica a un hombre. Es una denuncia a un sistema. Porque nadie se convierte en símbolo de impunidad sin un aparato que lo sostenga. Y mientras ese aparato exista, seguirán apareciendo Sandros. Con apellidos distintos, pero con la misma arrogancia. Hasta que un día, el pueblo diga basta. Y entonces, tal vez, los bufones caigan. Y con ellos, todo el teatro. Ese día llegará. Porque ningún chiste dura para siempre. Y menos, cuando el público ya no ríe. Y por cada segundo que él se rió, alguien en Cuba lloró. Esa es la herencia más amarga de todas.
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